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Los cuentos alegóricos de Hal Hartley: Uno + uno + ?

THE LONG ISLAND TRILOGY

por Bérénice Reynaud

En una banal cafetería suburbana, un joven (Robert Burke) y una adolescente (Adrienne Shelly) acaban de tener una discusión. Ella se va, diciéndole “muérete”. El joven se queda solo en la mesa; a la izquierda del encuadre, aparece otra mujer joven. El siguiente diálogo fue filmado en una sola toma:

Mujer: Sé lo que necesitas.
Hombre: Perdón?
Mujer: Necesitas una mujer.
Hombre: ¿Eh?
Mujer: Esa chica está loca.
Hombre: Lo sé, pero me gusta.
Mujer: Pero ella se va de la ciudad.
Hombre: Eso es lo que escuché decir.
Mujer: Así que, vamos, ¿qué me dices? Sé lo que necesitas.
Hombre: ¿Cómo?

El diálogo se repite cuatro veces (con una leve variante al final) en un tono pícaro aunque inexpresivo. De repente, la película que estaba viendo, La Increíble Verdad—el primer largometraje del entonces desconocido director de 29 años—adquirió una nueva resonancia. El uso de la repetición era una verdadera insolencia, pero aun así este recurso formalista y lúdico, reflejaba perfectamente el contenido emocional y narrativo de la película.

“Cuando Adrienne Shelly y Robert Burke leyeron el libreto”, dice Hartley, “me dijeron que parecía reflejar los ejercicios de la técnica Meisner. Meisner es un profesor de teatro muy popular que se había separado del Actors Studio. Nunca había escuchado hablar de él, así que me repitieron algunas líneas de dialogo. Es un ejercicio muy eficaz—lo uso mucho cuando trabajo con actores nuevos—pero también me pareció muy gracioso. Debía escribir una nueva escena para esa mujer, y Robert y Adrienne sabían lo que quería lograr. Pero, como resultado de la experiencia, lo escribí repitiendo estas cosas obvias una y otra vez.”

La repetición—su mecanismo, su miedo, su placer—es la esenciade la obra de Hartley. De manera agresiva, un padre desafiará a su hijo a “repetir lo que acaba de decir”, los personajes se citan mutuamente, dentro y fuera de contexto, hay fragmentos de frases extraídas de libros que aparecen y desaparecen durante toda la narración. A menudo, la repetición tiene un efecto de espiral: ayuda a un protagonista a definir sus pensamientos (es decir, para Hartley, su relación con el mundo), ya sea en un contexto de vínculos amistosos entre hombres (como en Theory of Achievement, cuando dos amigos finalmente escriben la oración que mejor los describe, habiendo intentado variantes múltiples al agregar un nuevo adjetivo cada vez: “joven, de clase media, blanco, graduado de la universidad, no cualificado, sin dinero, borracho… creo que ahora lo logramos”) o por medio de la confrontación directa (Jude, el profesor de literatura en Surviving Desire, es atacado violentamente por un estudiante varón por haber estado un mes y medio con un mismo párrafo de Los hermanos Karamazov de Dostoyevsky). Algo aún más inquietante es que el hombre se siente desconcertado por una frase pronunciada por una mujer y empieza a repetirla,con la vana esperanza de descubrir el secreto de ella. Por parte de las mujeres, la repetición—si bien amenazante al comienzo—finalmente se disipa para revelar, debajo de todo, una verdad más amarga.

En Confía en mí la madre de María sigue culpando a su hija por la muerte de su esposo, hasta que de pronto dice: “Ese hombre envenenó los últimos veinte años de mi vida. Y María, con una cachetada, lo elimina de esa vida… La chica es un genio.” Por su parte, Sophie, la atractiva estudiante de Surviving Desire, se ve forzada por Jude a repetir, en femenino, el texto que creía haber escrito acerca de la desesperación y falta de fe de su amante y advierte,  confusamente y con tristeza, que se estaba refiriendo a ella misma. En la misma película, una “loca” sigue pidiendo a hombres extraños en la calle que se casen con ella, hasta que alguien se le propone, lo que la lleva a admitir que “ella simplemente quería que alguien se le declare.” 

La repetición para convencerse sí mismo de la verdad (increíble o no) o para conseguir la “confianza” de otros: las películas de Hartley muestran los efectos del lenguaje en la vida, la psiquis, el cuerpo de sus protagonistas. Sus personajes constantemente llevan libros y los leen en voz alta, como Anna Karina en Alphaville, de Godard. Pero la compulsión a leer, así como el mecanismo fallado de la repetición, tienen otro origen: una deuda no saldada. El asesinato de un padre, la muerte de una madre al dar a luz a su hijo, las esperanzas frustradas que depositan los padres en sus hijos, los fracasos de las vidas de los adultos que pasan de una generación a la siguiente—las películas de Hartley están colmadas de adolescentes rebeldes, padres brutales, psicópatas o cobardes, adultos incompetentes, jóvenes encolerizados  por la estupidez de la clase dirigente, ambiciones frustradas, personas inteligentes que sufren en la estrechez de trabajos degradantes…

Más allá de los horrores que se ocultan en el mundo ideal de una familia y del aburrimiento sofocante de los suburbios, se debe rendir cuentas de algo más: por ser joven, próspero, norteamericano; en otras palabras, alguien cuyo estilo de vida es, de alguna manera, responsable, por ejemplo, de un holocausto nuclear inminente.

La vaguedad de la deuda hace que todo sea aún más insoportable. ¿María mató realmente a su padre? ¿El padre de Matthew es un tirano que explota a su hijo, o Matthew es un joven taciturno, difícil y desagradecido?  ¿Es verdad que porque Matthew se “encontró” a si mismo (literalmente) en la cama de Peg María tuvo un aborto?  ¿Es Josh responsable de la muerte de dos personas? ¿Es verdad que “nunca deberíamos estar asustados de nuestra pusilanimidad para encontrar el amor”, como Jude afirma al citar a Dostoyevsky? ¿Y por qué el adjetivo “borracho” aparece inmediatamente después de que los dos amigos, en Theory of Achievement, concuerdan con la palabra “blanco”? No es posible rendir cuentas por ser joven, estar aburrido en los suburbios, furioso en Nueva York, enojado con tus padres—y, menos que nada, por no poder amar; por no saber, como Jacques Brel solía cantar, “quién debería perdonarnos”. 

En forma desembozada, las narraciones de Hartley se centran en la búsqueda del amor (aunque en los dos cortos que produjo para la televisión eso es un tanto marginal). Pero, como  en Je Tu Il Elle de Chantal Ackerman (una película que él admira mucho), era ya demasiado tarde aún antes de que la historia empezara. Con la notable excepción de La increíble verdad, las historias de amor de Hartley no tienen resolución. Los personajes tratan desesperadamente de estar juntos, pero sin mucho éxito. Siempre hay un tercero que interviene. Ex-amantes, otras posibles parejas  sexuales (aunque rara vez hay gente haciendo el amor en las películas de Hartley), pero más que nada son figuras distorsionadas de autoridad: padres, madres, amigos, las sombras de los muertos (desde novias muertas hasta autores muertos). En otra palabra—la Ley. Consideraré esta palabra en un sentido fílmico (la Ley de la narrativa) en lugar de psicoanalítico (la Ley del Padre). 

El cine de Hartley es implacablemente dinámico. Nunca sucumbe a la fascinación de la belleza de las imágenes, la simetría impecable, las resoluciones perfectas—las cuales, como afirma la teoría del cine, “detienen la narración” para reemplazarla por la contemplaciónestética. Sus narracionesconstantemente cabalgan sobre un equilibrio difícil, por lo cual siguen captando nuestra atención.

Uno de los mejores ejemplos es la “escena de amor” en Confía en mí. Matthew se ofrece a casarse con María, que está embarazada, “no porque la ama, o algo así”, aunque  “la respeta y la admira”. María trata de que él admita que “el respeto, la  admiración y la confianza  equivalen al amor” y, para demostrarle que ella confía en él, se arroja de espaldas desde una pared a sus brazos. Luego trata de convencerlo de que haga lo mismo. Matthew se niega: al pesar más que ella, podría matarla al caerle encima. Discuten. Él parece vacilar. Pero nunca sabremos cuánto confía él en ella. Algo que ocurre fuera del encuadre distrae a María y la narración cambia de rumbo. Al final de la película, cuando todo está perdido, Matthew le pregunta a María “Por qué me has tolerado de esta manera?” “Alguien tenía que hacerlo”, contesta ella, en lugar del “Te amo” esperado, lo cual coloca su relación bajo el signo de la necesidad, el mecanismo, la repetición, en lugar del desorden de los “sentimientos”. 

¿En nombre de qué (o quién) ella “tuvo que hacerlo”? La respuesta depende en la manera en que Hartley trabaja con el espacio fuera de la pantalla. Si los personajes nunca están juntos solos, como lo sugerí (ya sean dos personas enamoradas, dos amigos hablando de mujeres, un padre dirigiéndose a su hijo), es porque siempre hay alguien presente observando la puesta en escena de Hartley, su encuadre y montaje construyen cuidadosamente el lugar de su mirada escondida—que no coincide por completo con el punto de vista del espectador, como Jean-Pierre Oudart señaló en su artículo fundamental sobre “la sutura”. La mayoría de estos diálogos son filmados con encuadres angostos, centrados en la cara o  el torso de los personajes, sin una toma general (establishing shot) y con muy pocos contra-planos. En consecuencia, el espacio diegético imaginario en el cual el espectador podría proyectarse a sí mismo, es fragmentado, irregular, lleno de tensión y sorpresas. En la “escena en la cafetería” es evidente—después de que Audry sale del encuadre por la derecha y la muchacha aparece por la izquierda—que ésta ha presenciado la discusión anterior, si bien el espectador no estaba al tanto de su presencia.

Además, al no habertomas que muestren reacciones y/o puntos de vista, no siempre vemos lo que ven los personajes, o a quiénes están hablando. Un ejemplo de esto es la brillante escena inicial de Confía en mí, que empiezacon la cara angustiada de Maria pidiéndole “cinco dólares” al padre que no vemos (se lo ve únicamente en el momento de su muerte). En Surviving Desire, después que Jude le confiesa a Henry que se está enamorando, declara que se siente mejor y que “la mesera es de repente más bonita que cuando llegué”. Un cineasta convencional mostraríala cara de la mesera. No así Hartley. Pero la larga toma de los dos amigos conversando no es ininterrumpida. Cuando Jude describe a Sophie, vemos a la estudiante en primer plano, sentada con su compañera de cuarto en la misma cafetería abarrotada de la universidad,  mirando fijo  hacia un punto fuera de pantalla, lo cual crea la ilusión de que podría estar escuchando a Jude. Pero nunca se muestra el espacio físico que separa las dos mesas (en realidad están bastante apartadas, y Sophie no registra la presencia de Jude). el espacio imaginario que Hartley crea no es realista. En otros casos, la fascinación producida por lo que pasa fuera de la pantalla es creada únicamente por la banda sonora: cuando la madre de Maria y Matthew hablan, siempre se refrieren a un tercero  en la conversación. También es posible que el espectador lo recree en su imaginación, como cuando la madre de María la manda a la habitación de Peg, y vuelve como si no hubiera visto “nada”.

Las historias de amor de Hartley no se pueden interpretar en el vacío: Jude pone incómoda a Sophie al insistir que su relación debe ser “aceptada” por el mundo exterior: la mirada del Otro es lo que sanciona la validez de lo que ocurre. En otras palabras, las vidas de los personajes están determinadas, suturadas, “enmarcadas” por lo que acecha  fuera de la pantalla: el mecanismo oculto del destino, la maquinaria loca del solterón que atribuye culpas en forma irregular, los pecados atribuidos no solo al padre, sino a una sociedad al borde de la bancarrota. 

Los protagonistas de Hartley son Edipos modernos que luchan por afrontar el amor, la responsabilidad social, la crisis de fe, mientras se cierne sobre ellos una sombra gigante de catástrofe. Las mujeres, también atrapadas en el conflicto, son en parte víctimas, objetos sexuales, y esfinges; su misma presencia cuestiona, inquieta, perturba el desarrollo complaciente  del discurso masculino. Si bien no están menos “perdidas” que sus compañeros varones, aparentan tener acceso a un nivel diferente de conocimiento.

Ya en The Cartographer’s Girlfriend (en que una mujer no identificada se introduce en el apartamento y en la vida del protagonista), o incluso en Kid (tesis universitaria de Hartley), los vínculos masculinos son puestos seriamente a prueba con  la aparición de mujeres. Por difícil que sea, el amor heterosexual se presenta como lo que salva al hombre de la pura estupidez del ensimismamiento masculino. (Sin embargo, cabe señalar que si Maria logra librar a Matthew de su padre, el vínculo preedípico que la conecta a su madre es más retorcido, más perverso, y al final más difícil de romper.)

Habiendo repartido palizas y afirmado su masculinidad en las calles de Nueva York, el protagonista de Ambition conoce a  una muchacha que seriamente le dice: “El mundo es un lugar peligroso e incierto. Como mucho puedes esperar de la vida algún que otro momento de respeto y afecto.” Él la besa y sonríe: “Soy bueno en lo que hago”, y sigue andando por el camino tortuoso que representa su masculinidad.

Oscilando con gracia entre la ironía, la desesperación urbana y el romanticismo, las películas de Hartley son historias rigurosas, elegantes, y fascinantes sobre la pura imposibilidad y la absoluta necesidad del amor.

21º  Festival de cine de Rotterdam, 1992